A poco que enfile por la Victoria, por Lagunillas, la Cruz Verde o el Perchel, se acuerda uno de aquello de Antonio Machado que cantaba Serrat, "Vosotras, las familiares, inevitables golosas, vosotras, moscas vulgares, me evocáis todas las cosas". Y a partir de entonces cabe celebrar cierta confraternización con los demás viandantes: vamos todos azotando el aire con las manos abiertas con tal de espantarlas a ellas, las moscas, pesadas e insistentes como si vinieran a pedirnos el voto, vehementes a la hora de buscar abrigo en nuestras narices, inquebrantables en su determinación por darnos el paseo. Y sí, hay muchas moscas, pardiez. Dice el Ayuntamiento que es normal, que no se puede hablar de plaga, que todo este rollo acabará en cuanto amaine el terral y caigan tres gotas, pero mientras tanto a los turistas se les queda aguada la fiesta en las terrazas al aire libre, ya que las voladoras, que también campan a sus anchas por el centro, cualquiera les cierra el paso como si de patinetes se tratara, no tienen reparo en posarse sobre las paellas, frituras, ensaladillas y demás viandas tradicionales que los visitantes prefieren para probar algo nuevo. Recuerdan además desde Medio Ambiente que las moscas no son portadoras de enfermedades, y eso tranquiliza, porque después de los mosquitos tigre a ver cuántas variantes africanas de la terrible mosca tse-tsé se han colado en nuestro ecosistema, desconfiado que es uno. De todas formas, ya sabemos bien de dónde vienen las moscas y dónde prefieren detenerse a pasar la tarde, así que, hombre, un poco de reparo sí que inspiran. A cambio, no obstante, los bichos alados devuelven a las calles un cierto hálito rural, como si el campo hubiera invadido las calles; de hecho, la primera vez en que reparé en la cantidad de moscas que me rodeaban me hice la ilusión, ya ven qué inocente, de que habían abonado alguna zona verde inadvertida, alimento y refuerzo para árboles y huertos de los que no me había percatado, con el correspondiente reclamo para las moscas. Pero no, las zonas verdes siguen siendo más o menos las mismas: pocas. Y sigue oliendo a muerto, diantre, pero por otras causas.

A Machado le evocaban las pesadísimas "todas las cosas" y yo, bueno, observo cómo mi perra intenta cazarlas al vuelo y me acuerdo de aquella asquerosa película de David Cronenberg en la que el bueno de Jeff Goldblum las pasaba canutas. Pero entiendo que al poeta le sedujera la certeza de que las moscas, tan propensas al azúcar, apenan viven dos días: de poder contarnos su parecer del mundo, los insectos se acercarían seguro a Sócrates, o a Séneca en la aceptación de su corta vida, para afirmar que nada fuera de cada uno de nosotros vale demasiado la pena. Las miro revoloteadoras y pienso en lo poco que les queda, en lo poco que me queda a mí, y en que cuando ya no estén seguiremos haciendo cálculos sobre lo que nos queda para llevar el Metro soterrado al Civil, para inaugurar el tercer Hospital, para recuperar el Guadalmedina, en la continua hipoteca de esta ciudad respecto a los proyectos imprescindibles. Cuando ya no queden cuentas pendientes, aquí seguiremos. O tal vez no, olvidados y serenos.

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