Mientras acababa de hacer la compra, la cajera se derrumbó y echó a llorar. "No es por miedo, es por la sensación de irrealidad. Es difícil de llevar", me dijo, mientras se apartaba a toda la velocidad las lágrimas con un pañuelo de papel y volvía a lo suyo. Resulta sorprendente, en circunstancias tan extraordinarias, comprobar hasta qué punto las personas somos animales de costumbres. Basta una modificación obligada de los hábitos y de pronto nos sentimos en otro planeta, con la cabeza llena de incógnitas sin respuesta. En gran medida, que esto suceda, que por el hecho de que nos manden a trabajar a casa se nos ponga el mundo patas arriba, delata hasta qué punto hemos hecho de esas mismas costumbres una conquista titánica a la que nadie está dispuesto a renunciar, al cabo una postura lógica y saludable. Pero, ya que parece que vamos a tener bastante tiempo libre, igual estaría bien reflexionar sobre hasta qué punto, a cuenta de esa comodidad cotidiana, hemos reducido la idea de lo real hasta una estrechez cercana a la parodia. Porque sí, esto que nos pasa también forma parte de la realidad, de nuestra experiencia. Incluso a una distancia mucho menor de lo que cabría suponer: hay gente, ahí al lado, en el barrio, a lo mejor incluso en nuestro mismo edificio, que lo tiene crudo para salir a calle cada día, que convive con infecciones, que somete sin más alternativa su existencia a unos límites que hacen parecen al recién decretado estado de alarma una fiesta de cumpleaños. Que se recibiera con indisimulado consuelo, casi alegría, la noticia de que el Coronavirus resulta especialmente amenazador a personas mayores y con otras patologías, y no tanto para el resto de la población, demuestra no que los otros sean el infierno, como quiso Sartre, pero sí que son unos completos desconocidos. Es decir, hay gente, mucha, que vive cada día en eso que nos parece irreal por ajeno, por desventurado; gente con la que nos cruzamos todas las mañanas y que nos parecerían verdaderos alienígenas si pudiéramos conocer un tanto de sus desarrollos vitales cotidianos, sus retos mínimos, sus habituales hazañas.

De modo que, mientras dure todo esto, quién sabe si, mientras nos infectamos o no, podría aprovechar cada cual para ampliar los límites de lo que considera su realidad cotidiana. A lo mejor nos han servido en bandeja la oportunidad de ponernos, por una vez, en la piel de quienes no salen, ni a los restaurantes ni a los teatros; o, simplemente, de quienes arman cada jornada una cotidianidad radicalmente distinta a la propia. Y considerar, desde esa otredad al fin asumida, la importancia de los valores públicos, de los servicios, de los espacios, de los derechos y obligaciones, de la salud y la educación, de la asistencia, de la igualdad de oportunidades, de todas esas otras conquistas que corresponden a todos, no al nido particular de cada contribuyente. A menudo escuchamos voces que presumen de haberse hecho a sí mismas, de haber logrado todos sus objetivos con sus manitas. Pero lo real nos dice que, todavía, nos necesitamos. Y que nos seguiremos haciendo falta. Para no infectarnos, por ejemplo.

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