No hace mucho, un estudio revelaba que la propiocepción era el sexto sentido. Que esa capacidad del cuerpo para ser consciente de todos sus músculos, huesos y articulaciones provenía de un gen el cual, en personas que lo tenían mutado, provocaba graves problemas de equilibrio y corporalidad. Con o sin base científica, no son cinco los sentidos que poseemos. De hecho, la mera conjunción de vista, tacto, oído, olfato y gusto genera un compendio de emociones que en sí da vida a un sexto. Llámese equilibrio, intuición, fe o cualquier rasgo esotérico.

Es fácil de detectar en las relaciones amorosas. Más allá de lo guapa, bien perfumada o suave que nos parezca una persona, hay algo químico y casi imposible de definir con palabras que nos conecta con ella. De pronto ves a alguien y no sabes bien por qué, pero te atrapa. Su flow, su modo de bailar o el aura que transmite, es algo que no depositas en el color de sus ojos, la sugerente forma de su cuerpo o su peinado. Anida en ti, habitualmente en el estómago, algo nuevo, potente, que trasciende al órgano con que lo disfrutes. Y que a su vez lidera a tus sentidos dictatorialmente para que se dediquen con diligencia nipona a trabajar para él. Y aunque mande el sexto, ese amor se teje a través de los cinco primitivos.

Por eso, y que me perdonen los que se vean en esa situación, el amor a distancia es imposible. Se enfría sin la calidez del contacto físico, con la ausencia de sexo como la base del iceberg. El amor es una historia que se narra desde los sentidos, aunque muchas veces sea el sexto el que parece marcar la pauta. Aunque no sepamos definirlo, queda atrapado. En la vista. No solo para contemplar los encantos del cuerpo, también para penetrar en el alma de la persona por la puerta de sus ojos. Las mentiras no se sostienen ante las pupilas, de igual modo que solo una mirada puede calmarte o activar todos tus circuitos simpáticos.

Tu olor se convierte en un DNI personalizado en cada nariz ajena. Cómo hueles a la otra persona de manera única, con ese perfume fabricado en tu cuerpo a base de feromonas, almizcles, sudores y todas sus evocaciones. Qué decir del tacto, ese viaje en góndola por el envoltorio de la persona y que puede derivar en una tempestad en pleno Triángulo de las Bermudas o en una cataplasma a tamaño real para sanar toda nuestra piel a la vez.

Gracias al oído podemos enamorarnos de una voz, de la dicción, o sentirnos absolutamente repelidos. Y qué vital es también para huir de amores tóxicos o nada inclusivos; pues el oído nos permite escuchar todo lo que tiene que decir una persona, lo que es o sueña ser; sus miedos, sus traumas. La música que es capaz de crear o entonar. Quizá los mejores anatomistas no hayan descubierto aún el pasadizo secreto entre el conducto auditivo y la válvula mitral. Y el gusto le pone la denominación de origen a nuestras relaciones. La manera de besar. La pasión por la comida. El sabor que asociamos a la otra persona. Por la boca muere el pez y se comen la vida los seres humanos.

Pero mi sentido favorito, sin duda, es la sinestesia. La ropa prestada que un sentido se pone de cualquiera de los otros. La piel que se puede erizar con una mirada. El beso que evoca oler un cuello. La boca que se hace agua cuando dos manos se tocan. La sinestesia es la feria sibarita de quien está dispuesto a vivir en todos los sentidos.

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