Feria de Málaga

Hecatombe o bacanal

  • La jornada festiva dio de sí lo que se esperaba y tanto el Real como el centro atravesaron el ecuador de la Feria con muchas ganas de fiesta, gente por todas partes y el rico anecdotario de costumbre

Si ha ido usted al cine a ver Prometheus es posible que haya salido con dos preguntas en la cabeza: la primera, cómo el director de Alien, Ridley Scott, es capaz de hacer una película tan mala partiendo del mismo material; la segunda, y espero no destripar demasiado el argumento, qué motivos tendrían unos supuestos creadores de la vida humana para destruirla y eliminarla para siempre de la faz de la Tierra. La primera es un enigma para el que no existe respuesta posible; pero la solución de la segunda incógnita no es otra que la Feria de Málaga. O, al menos, uno no puede llegar a otra conclusión cuando pasea por Cisneros, Camas, y Calderón de la Barca y empieza a oler a pis, y justo entonces aparece el tipo de siempre haciendo lo que no se debe en la misma esquina del Museo de Artes y Costumbres Populares. A partir de las 15:00, la carpa instalada en Fray Alonso de Santo Tomás para los jóvenes comulgantes del alcohol se queda pequeña y el botellón acampa desde Carretería hasta la Plaza de la Constitución y por todo el margen del río. Las ambulancias no dan abasto (luego, eso sí, los políticos de turno negarán su servicio a inmigrantes indocumentados), los agentes de Policía se pasean arriba y abajo con gesto de que no me toque por Dios que no me toque y cuando la misma niña borracha te ha pedido fuego tres veces lo que uno desea realmente es dar un buen golpe en el Mercadona, aunque sea para robar cosméticos en mal estado. En esa suerte de éxtasis en el que las suelas de los zapatos se quedan pegadas a todas las aceras y en el que los imprudentes que han decidido salir con sandalias andan ya con los pies empapados, lo más prudente es imaginar a los dioses del Olimpo indignados con una especie capaz de caer tan bajo. La Feria de Málaga se parece en el centro a la casa de Ulises antes de su regreso, con todos los pretendientes dispuestos a beneficiarse a Penélope mientras dura la cogorza y abusan de los criados. Lo que antaño fue la buena Feria del centro, familiar y entrañable, proclive a la amistad, ha quedado reducida al núcleo duro de la calle Larios y la Plaza de la Constitución, pero también aquí se dan espectáculos lamentables: ayer, un cani de patillas ridículas y con la camiseta amarrada a la cintura se desplomaba frente a Casa Mira litrona en mano mientras los promotores de cierta marca de ron repartían pasquines a todo bicho viviente, niños incluidos. Pero ya nada mueve a sorpresa: la Feria de Málaga también es lo que se espera de ella, una bacanal que el mismo Baco no vería con buenos ojos (no por impúdica sino por cochina), o una hecatombe insaciable que pide más y más leña al fuego.

De manera que, un año más, el único modo de reconciliarse con esto, salvo que a uno le gusten mucho los toros, lo que no es el caso, consiste en subir a la tropa a algún vehículo y escapar al Real, a ver qué pasa. Quienes afirman que esta Feria hay menos gente se equivocan: en la noche del martes había que invertir una hora de atascos para llegar desde la Victoria hasta el Cortijo de Torres, y en el centro, ayer miércoles, no había manera de meter la cabeza en la calle Granada sin perder antes los pies en algún sitio. Pero ya en el Real, tan bonito e iluminado a costa de tanto sacrificio, quedaba la ilusión de los más pequeños por subir a los carricoches y la de los mayores por ver un avión de Iberia estrellándose contra la supernoria, precisamente en plan Prometheus. Es en el algodón de azúcar, la megafonía implacable de las hamburguesas Uranga, el señor sonriente que fuma puros mientras hace fotos a los niños ataviados de corto subidos a su caballo de cartón y el mismo plato de queso con piquitos servido en la misma caseta de siempre donde uno comprueba con más facilidad que la Feria sigue siendo la Feria, a pesar de los bárbaros. Este año, sin embargo, y para mi sorpresa, el personal masculino se muestra especialmente dispuesto a importar el modelo sevillita con camisas de manga larga y puños arremangados, pantalones cortos de pinza y cinturón, náuticos a juego y melena rizada y engominada. Habrá hasta quien se lleve una rebequita, maldita sea.

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