Cultura

Los pijos también lloran

Drama, EEUU, 2010, 98 min. Dirección y guión: Sofia Coppola. Montaje: Sarah Flack. Fotografía: Harris Savides. Intérpretes: Stephen Dorff, Elle Fanning, Michelle Monaghan. Cines: Rosaleda, Plaza Mayor.

Supongo que a esta señora iniciar la película con un largo plano fijo de un circuito en medio de un paisaje desértico en el que gira interminablemente un coche de lujo (la mayor parte del tiempo fuera del encuadre) le debe parecer el no va más del cine de autor y la creatividad. El coche se para, el protagonista se baja y su figura se recorta contra el desierto. Títulos de crédito. Luminoso del lujoso Hotel Chateau Marmont de Sunset Boulevard por el que casi todos los famosos han pasado y en el que alguno pasado de rosca se dejó la vida (John Belushi) o estuvo a punto de hacerlo (Scott Fitzgerald, Jim Morrison). El mismo tipo -que resulta ser un actor famoso de baja tras un accidente en un rodaje- baja borracho por una escalera, escoltado por amiguetes y grooppies, y se cae rodando por ellas. Después lo vemos -con los pelos de punta, los ojos vidriosos y una mirada tristona- tumbado en la cama de su suite viendo como dos strippers más bien desganadas hacen su numerito en sendas barras. Cuando las chicas terminan el tipo se ha quedado dormido. Tras despertarse y asearse se pasea en coche y tras ello lo tenemos un buen rato sentado en un sofá, fumando y bebiéndose una cerveza. En este punto, antes de que hayan pasado quince minutos de película, un servidor sintió una poderosa identificación con el personaje: sueño y aburrimiento. Porque todo confirmaba la primera impresión: se trata de cine de autor o artístico que indaga sobre el vacío existencial… Realizado por quien carece de la personalidad, el talento y la sensibilidad para hacerlo.

Uno no es cinematográficamente virgen y mucho menos suicida. Sabía que iba a ver una película de la hija de Coppola, pésima actriz (menos mal que El Padrino III era tan mala que su interpretación no la perjudicaba) y mediocre aunque infatuada realizadora. Llamó la atención con Las vírgenes suicidas. Triunfó con Lost in translation (una película bicéfala con una estupenda cabeza -todas las partes de Bill Murray- y otra horrorosa -las de Scarlett Johansson-) . Y se estrelló con la petarda versión posmoderna y fashion del Versalles de María Antonieta. El suyo es cine merengue, de mucho y colorido bulto pero poca consistencia cuando se muerde.

Lo peor que puede pasarle a una película sobre el vacío y el hastío es que esté vacía y hastíe. Y a esta le pasan las dos cosas. Con el agravante de que el espectador sale peor parado que el protagonista quien, por lo menos, algún gustito le saca a sus excesos que compensen su oquedad existencial. El núcleo sentimental es la relación del actor con la hija adolescente a la que le presta la misma atención que el espectador a la película: más bien poca.

Todo se resume en un intento fracasado de trasladar Lost in traslation a Hollywood, como si Somewhere fuera un flash-back que nos presentara al personaje que interpretaba Bill Murray antes de su definitivo declive para contarnos qué le llevó a perderse en Tokyo.

Una especie de pobre niño rico o de los pijos también lloran. El extranjero de Camus reinterpretado por Carmen Lomana o Fellini ocho y medio (¡el episodio de Milán!) con toquecitos del también felliniano Toby Dammit (¡la entrega italiano-berlusconiana de premios cinematográficos!) rehecho por Isabel Coixet. Que alcanza sus cumbres de cursilería pretenciosa en la escena subacuática con canción o cuando él se sienta al piano y toca, así, como cualquier cosa, las variaciones Goldberg. Logra retratar la inanidad, superficialidad, falso glamour y vacío del Hollywood de hoy. Pero involuntariamente: no por lo que la película muestra, sino por lo que es.

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