Los acordes y desacordes del gobierno acerca de reforma laboral han sido uno de los principales asuntos de la conversación político-mediática en los últimos días. Para unos por ser una evidencia más de que estamos ante el peor gobierno de la historia de España, nada menos, según nuestra derecha. La extrema y la otra. Mientras que los demás se han limitado a alinearse con una de las partes del conflicto. Algunos de forma tan reduccionista como la historiadora Paola Lo Cascio que, en un artículo en El País del pasado sábado, jibarizaba de forma maniquea la cuestión a un "choque entre las recetas tecnocráticas y neoliberales encarnadas por Calviño y el nuevo laborismo encarnado por Yolanda Díaz". Demasiada encarnación cuando, por la trascendencia del asunto, convendría saber más de la materia de que se discute que de quienes se arrogan el protagonismo de la discusión. Estamos ante la derogación o reforma de la reforma, según el color del cristal con que se mire, de la última de las múltiples reformas de nuestra legislación laboral, desde los Pactos de la Moncloa de 1977. Quizás deberíamos abandonar el complejo adanista y entender que están haciendo lo que, con sus errores y aciertos, antes habían hecho otros gobiernos socialistas para favorecer la creación de empleo y corregir el desequilibrio de fuerzas entre asalariados y empleadores.

Los desacuerdos son propios de un gobierno de coalición en el que cohabitan los que, llegado el momento, se disputarán el voto en un mismo espacio electoral. No tenemos en España experiencia de coaliciones, estamos experimentando una fórmula que ha venido para quedarse ya que las grandes mayorías son cosa del pasado. Lo primero que hay que entender es que un gobierno de coalición es uno y no dos gobiernos. Algo que parece que UP no acaba de entender. Sobre el protagonismo exclusivo que pretende para sí la titular de trabajo habría que decir que la política laboral tiene que armonizarse necesariamente con las políticas que orientan el crecimiento. Dicho de otra forma, los ministerios económicos tienen tanto que decir sobre la reforma laboral como el de trabajo, por mucho que las competencias concretas las tenga este último. Si además añadimos el ineludible papel de control de la Comisión Europea, sólo podemos concluir que la reforma laboral es, como otras tantas cosas, responsabilidad de todo el gobierno y no la decisión unilateral de uno de los partidos que lo forman.

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