La terrible matanza de 19 escolares y dos profesores en Texas vuelve a plantear el debate sobre el control de armas en USA, donde hay más de 300 millones de armas en circulación. En 2020 se produjeron 19.000 muertes por armas de fuego, de las que se vendieron 21 millones. Probablemente, lo más sorprendente sea que, pese a las numerosas tragedias como la del pasado martes en Uvalde, todos los intentos de regulación federal sobre la venta de armas han fracasado; desde que George Bush derogase la ley sobre armas de asalto que había promovido el senador por Delaware Joe Biden. La explicación más sencilla es el inmenso poder del lobby armamentístico, pero lo cierto es que la limitación al derecho constitucional a portar armas de fuego es ampliamente rechazada por una parte importante de la población. Una pulsión agudizada además por la polarización política existente. De hecho, desde hace dos años lleva encallada en el Senado estadounidense, por no contar con los 60 votos necesarios para su aprobación, una ley que trata algo tan elementa como pedir antecedentes para adquirir un arma. Lo que sucede cabe interpretarlo, aunque se trate de un derecho constitucional, como la no aceptación por parte de un amplio sector de la población del principio, tan elemental del Estado moderno, de que el monopolio de la violencia corresponde al Estado. Por el contrario, creen firmemente que el derecho a defender su vida o sus bienes es responsabilidad de cada individuo mediante el uso de las armas de fuego. No se trata tan sólo de una seña de identidad de los movimientos libertarios o de los sectores más conservadores.

EEUU es una gran democracia, la primera potencia económica y la sociedad más innovadora. Pero algo inquietantemente premoderno subyace en la cultura de ese máximo exponente de la modernidad. En una obra sobre el Leviatán, dice Fernando Vallespín interpretando el pensamiento de Hobbes, que la ley es el producto de un pacto racional, pero también la encargada de velar por su cumplimiento mediante el monopolio de la fuerza. Una idea que permitió superar un estado de naturaleza dominado por la violencia: en la Europa del siglo XVII, asolada por la Guerra de los Treinta años, se impuso una forma civilizada de convivencia mediante leyes compartidas, una instancia de razón pública que decide las disputas morales y políticas. Así se alumbró el Estado moderno, aunque tragedias como las de Uvalde parecen negarlo.

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