Calle Larios

Málaga, limosna de amores

  • Hay tantas formas de querer a una ciudad como escalas de valores, aunque se echan de menos argumentos distintos del criterio económico a la hora de debatir sobre el futuro inmediato

Hay quien celebró la declaración BIC de la Farola y quien la recibió como una mala noticia.

Hay quien celebró la declaración BIC de la Farola y quien la recibió como una mala noticia. / Marilú Báez (Málaga)

Sucede a veces, de manera casi milagrosa, que los debates que uno se encuentra a menudo en las redes virtuales se vierten con pasmosa fidelidad en los avatares de la vida real, la de todos los días, mucho más sosegada en sus límites analógicos. Hace unos días, de camino al Centro, paré en un quiosco del barrio. Dos señores con edad de merecer la jubilación discutían sobre la portada de Málaga Hoy en la que aparecía la Farola a cuenta de la declaración del monumento como Bien de Interés Cultural. Tanto el que se había hecho con el ejemplar para ilustrar el desayuno como su vecino, que cedió amablemente su turno al siguiente en la cola para poder departir a gusto, compartían sus impresiones sobre las consecuencias que la jugada podría tener para el futuro de la torre-hotel del Puerto. Y uno de ellos, casi encogiéndose de hombros, sin darle tampoco más importancia al asunto, expresó, más o menos, lo que sigue: “Nada, se la terminarán llevando, a Sevilla, a Madrid, a Barcelona o a donde sea. Y aquí nos quedaremos con un montón de puestos de trabajo perdidos”. De repente, en una mañana cualquiera, ahí estaba afirmada la razón principal por la que sus principales impulsores, así como buena parte de la sociedad malagueña, defienden que se construya la torre del Puerto: el alto beneficio económico que, presumiblemente, traería aparejado el proyecto, sobre todo en lo que se refiere a nuevos contratos laborales. Hay quien ve también la posibilidad de convertir el edificio en un nuevo icono para Málaga, un símbolo emblemático de su calidad capitalina, aunque la verdad es que este punto resulta menos probable: hace mucho que los edificios dejaron de considerarse emblemáticos por su altura, en la medida en que el rango representativo depende mucho más de su singularidad y, sobre todo, del diálogo que las nuevas construcciones establecen con entornos, digamos, tradicionales, (si se me permite el ejemplo, la Torre Pelli, anunciada en su día como el nuevo centro axial de Sevilla, no ha logrado atesorar la misma categoría emblemática que las Setas de la Plaza de la Encarnación de la ciudad hispalense, en parte, por estas mismas razones).

En más de un sentido Málaga es hoy a la vez una ciudad del siglo XIX y del siglo XXII

Lo que sí resulta incontestable es el argumento económico: si la torre del Puerto es capaz de generar riqueza, y si esa riqueza se traduce en los tan necesarios puestos de trabajo, no hay mucho más que añadir al respecto. En las redes sociales, donde los mensajes en torno a estas cuestiones son, ya se sabe, mucho más graves que los que cabe reproducir junto a un quiosco en la charla con un vecino, he llegado a leer lamentaciones por las familias que seguirán pasando hambre si la torre del Puerto finalmente no se construye, lo que contrastaba con la mucha alegría vertida por numerosos usuarios ante la declaración BIC de la Farola. Se le podría achacar a los primeros que hayan recibido la protección de un monumento tan determinante para la identidad de Málaga como una mala noticia, y a los segundos que parezcan insensibles ante la dificultad ahora añadida para que la ciudad cuente con una muy deseada maquinaria de generación de empleo. Hablamos, y esto es lo interesante, de distintos modos de querer a Málaga, dadas las distintas escalas de valores que circulan en nuestro tiempo. En realidad, y de nuevo abunda aquí la paradoja, no corresponde hablar de un solo tiempo, sino de la coexistencia de varios tiempos en el presente: Málaga es esa ciudad que demanda trabajadores de alta cualificación del sector tecnológico, tanto para su incorporación a la grandes firmas del sector como para la proyección internacional de prometedores proyectos locales, y es, a la vez, esa ciudad que se juega el futuro a la hostelería y cuyo destino parece ligado en exclusiva a la atención al turismo. Tiene que haber de todo, por supuesto: no todo el mundo puede ser computador de Google, pero no sé si los lamentos ante una hipotética pérdida de las oportunidades que brinda hoy el sector tecnológico (Dios no lo quiera) cundirían tanto como las que se dan ante cada nuevo obstáculo para la torre del Puerto. En cualquier caso, Málaga es a la vez una ciudad del siglo XIX, que espera agradecida a que caigan las oportunidades del cielo; y una ciudad del siglo XXII, dispuesta a liderar el ámbito tecnológico con capacidad suficiente para crearse sus propias oportunidades, sin tener que esperar a nadie. Esta paradoja, claro, es el santo y seña de las sociedades capitalistas. Y que la contemos entre nosotros entraña un síntoma prometedor de desarrollo. Otra cosa es que este crecimiento se dé de manera justa, equilibrada y racionalmente distribuida, lo que aún, me temo, está por ver dados los índices preocupantes de exclusión social en Málaga.

Lo que no se traduce en la inmediata creación de puestos de trabajo no cuenta, no existe

Pero conviene volver, por si acaso, al argumento económico para defender la construcción de la torre del Puerto muy por encima de consideraciones como la declaración BIC de la Farola. Supongo que si se dieran garantías suficientes para certificar que la torre del Puerto va a consolidar el bienestar social en Málaga durante varias décadas, el consenso favorable sería mucho mayor y vendrían muchos menos con la declaración BIC de la Farola a poner pegas. El problema es que sabemos que no será así, que la solución que pueda traer la torre será demasiado parcial y que el precio que se exige a cambio (la destrucción de la identidad paisajística de Málaga) es demasiado elevado. Tampoco ayuda, precisamente, la opacidad con la que se ha desarrollado todo el proceso hasta ahora. Incluso en términos turísticos la jugada podría resultar contraproducente: si, en lugar de divulgar las bondades inherentes a su condición mediterránea, Málaga empieza a promocionarse como ciudad de rascacielos a cuenta de la torre, estará obligada a competir en una liga que no es la suya ni, me temo, puede serlo. Tampoco es descabellado afirmar que los puestos de trabajo que se perderían si la torre no llega podrán darse de otra manera, en otros futuros hoteles menos agresivos y menos polémicos o en otros sectores productivos a los que se quisiera dar una oportunidad, como el tecnológico. Lo triste es que, al final, el baremo laboral, que desde luego es fundamental (todo hay que aclararlo, por si acaso), sea el único tenido en cuenta cuando de valorar los nuevos proyectos se trata. Tal vez Málaga tiene hoy su necesidad más urgente en la instalación de más zonas verdes y de un gran bosque urbano: los motivos que justifican esta necesidad son múltiples y notorios, pero no, no están ligados directamente a la creación de puestos de trabajo, aunque siempre harán falta jardineros para su mantenimiento. Sin las zonas verdes que por población y extensión le corresponden, Málaga es una ciudad mucho más incómoda y difícil en cuestiones elementales de lo que debería. Pero parece que con más parques y más jardines nadie dejaría de pasar hambre.

En fin, lo que un servidor echa de menos son más ocasiones para compartir impresiones con los vecinos así, al natural, en un quiosco, con buenos modales y mejor ánimo, en lugar de las junglas tuiteras. No sería un mal propósito para el nuevo año.

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