Juan Pablo Luque Martín

La Selectividad

De otro color

El murmullo de su propia ansiedad era el único sonido que percibía en la abarrotada aula. El día D. Su futuro pendía de un hilo tan fino como las disecciones que tan bien se le daban en el laboratorio de Biología. Siempre soñó con ser médico, una aspiración arraigada desde niño, alimentada por una curiosidad insaciable por el cuerpo humano y un deseo genuino de ayudar a los demás. La Biología era su fuerte. Las complejidades de la genética, la intrincada maquinaria celular, la evolución de las especies… música para sus oídos, algo que entendía y disfrutaba. Las notas, sobresaliente. Una base sólida en las que siempre creyó construir mi carrera.

Pero había una piedra en el zapato, una sombra que amenazaba con eclipsar todo su esfuerzo: las Matemáticas. El talón de Aquiles. Los números bailaban una coreografía incomprensible. Las fórmulas se borraban de la mente tan pronto las escribía. La lógica abstracta que a otros resultaba evidente, a él no. Siempre juró luchar: clases particulares, ejercicios, noches en vela descifrando problemas-tortura. Sus notas, “regulares”. Para aprobar, sí, pero ¿suficientes para alcanzar la nota de corte de Medicina? Esa pregunta taladraba su cabeza.

Sentado en la silla, boli en la mano y cuadernillo de examen delante, cada tictac del reloj era un martillazo en el pecho. La primera parte, Biología. Un suspiro de alivio se escapó mientras leía las preguntas. Lo dominaba. Las respuestas fluían con facilidad. Rellenó cada hueco, desarrolló cada concepto con la confianza de quien sabe lo que hace. Al terminar, una sonrisa en los labios. Si todo el examen fuera así…

Llegaron las Matemáticas. El estómago se encogió. Recorrió preguntas con la mirada, intentando identificar alguna familiar, abordable con un mínimo de solvencia. Problemas de cálculo, de álgebra… ni recordaba haber visto en clase. Se quedó en blanco. Empezó a sudar frío, y el pánico se instalaba. Respiró hondo. “Recordar los trucos que me enseñó mi profesor particular”, se dijo. Pero las fórmulas se mezclaban y los números se emborronaban. Con la mano temblorosa, garabateó lo que pudo. Sentía la frustración de no poder plasmar lo que sabía, la desesperación de ver cómo el sueño se alejaba por una materia que no conseguía dominar.

Al entregar el examen, una mezcla de alivio y derrota le invadió. Solo restaba esperar. Esperar los resultados, si ese lastre en Matemáticas sería lo suficientemente pesado como para hundir su aspiración de ser médico. Su futuro se jugaba en unas pocas cifras que poco o nada ponían en entredicho su vocación. La incertidumbre era un nudo en su garganta, y el tiempo, que antes parecía correr, ahora se arrastraba, pesado e implacable.

Lo demás, el futuro, ya lo sabéis. Uno más que renuncia a su futuro y a su vocación. Y que no nos demos cuenta…

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